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Puro 1

Agosto 2015 

Hace 14 años escribí este libro, se los entregue a mi familia y amigos, Hoy quiero hacerlo llegar a todos

En él mantuve oculta la identidad, ¿POR QUÉ? Solo los que han mantenido ese silencio lo entenderán

Hoy en el 2015 aún tengo amigos que fueron detenidos desaparecidos, torturados y aún mantienen ese silencio

Rodrigo de la Fuente González

Esta es una histórica verídica. Su protagonista ha mantenido oculta su identidad por distintas razones, esta es una parte de su vida que ha permanecido en silencio por 2 años. es el relato de su secuestro en manos de la Dirección Nacional de Inteligencia (DINA) durante diez días en la tristemente recordada Villa Grimaldi y el campo de prisioneros Cuatro Alamos. Se trata de un hombre que nunca ha militado en un partido político.

  Con cierta arbitrariedad, el recreador de la historia ha elegido como seudónimo de esta persona el nombre del inmortal Cid Campeador, primero por que tuvo la valentía de enfrentar una situación muy peligrosa, manteniendo siempre su ánimo en alto, y segundo por que lo conoce como un hombre amante de su entorno familiar, tanto o más que el propio don Rodrigo Díaz de Vivar. También tiene el honor de compartir el mismo nombre propio.

Rodrigo estudió en un liceo en Ñuñoa y terminada su educación media hizo un viaje a España donde vivió en un pequeño poblado de Cataluña.

Ese viaje constituyó una etapa previa antes de asumir la responsabilidad de participar en el negocio familiar que tiene 45 años de existencia.

Rodrigo se define a si mismo como empresario; por lo tanto, sus vínculos de amistad personal y comerciales se encuentran en ámbito de las empresas. Su historia adquiere así una connotación digna de ser compartida por la sociedad chilena que pretende restablecer la respetuosa convivencia que existía en el Chile del pasado.

Es pues, un empresario con ideas democráticas el que pasa por Villa Grimaldi, habilitada por la policía secreta de la distadura como centro oculto de reclusión y tortura y de donde desaparecieron 250 chilenos.

Rodrigo los imagina como cinco cursos de su liceo.

 

RODRIGO DIAZ DE VIVAR

Recreación

JUAN GONZALO ROCHA

periodista

AÑO 2001

GRITO MI SILENCIO

EL PASO DE UN JOVEN EMPRESARIO POR VILLA GRIMALDI

Diseño:

Carlos Muñoz

Ilustraciones:

Pablo Inda M.

©Juan Gonzalo Rocha

Registro propiedad intelectual: 121.521

ISBN 956-291-096-2

Impreso en LOM Ediciones , 2001

Santiago de Chile

 

“El sueño de la razón, sólo engendra monstruos”

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PALABRAS PREVIAS

 

Cuando decidí escribir estas líneas estaba convencido de que era necesario dejar mi testimonio de lo que viví en poder de la Dirección Nacional de Inteligencia (DINA) a las personas que más quiero: mi familia y mis amigos, para que conozcan una realidad que se vivió en este país, desde la fuente directa, ya que nunca hasta hoy había relatado estos hechos. Son los diez días más dramáticos que he vivido en estos primeros cincuenta años de vida, que acabo de cumplir.

  No fue fácil tomar esta decisión. Para algunos el silencio es tan significativo como una fotografía periodística: es decir, vale más que mil palabras, todo depende de cómo la gente perciba esa actitud.

  Otros dicen que callar es sacarle el cuerpo a la realidad. En mi caso ni lo uno, ni lo otro. Guardé silencio durante 25 años para no causar sufrimiento entre las personas que quiero y amo: especialmente mi esposa y mis hijos.

  Y así viví mis segundos 25 años: en paz, pero en silencio. No quería que mis hijos tomaran partido, no quería que se sintieron amigo del vecino de enfrente y enemigo del vecino del lado. Tampoco debía existir esa diferencia con sus compañeros de curso, ni menos con sus amigos, porque, hay que reconocerlo, ese era el país en que comenzamos a vivir los chilenos después del martes 11 de septiembre de 1973: ¿lo recuerdan?

  Muchas familias se separaron. No había diálogo entre sus integrantes. ¡Cuántos tuvieron que marchar al exilio! Los grupos familiares perdieron su cohesión, viejas amistades se quebraron. Mucha gente adoptó posiciones irreconciliables

  Mi relato hay que situarlo justamente en la mitad de mi vida. Esto sucedió hace 25 años, cuando llegaba recién de España para contraer matrimonio con quien es hoy mi mujer y me encontré con un país con un bando triunfador y otro, vencido.

  Los chilenos vivían la misma situación que sufrieron muchos pueblos de Europa durante la Segunda Guerra Mundial,  porque obviamente había acciones de resistencia al recién instaurado régimen militar. 

  ¡Cuántos chilenos no quisieron ver lo que estaba ocurriendo a su alrededor! O si lo sabían, nada pudieron hacer para evitarlo porque cualquier que interviniera podía aparecer como sospechoso a los ojos de las nuevas autoridades. ¿O del vecino o del taxista que bien podía ser un agente de seguridad contratado para delatar la oposición al nuevo gobierno?

  Se ha dicho en todos los sectores que esto no debe volver a ocurrir. Y yo creo que cada persona que lo dice lo está expresando con sinceridad. En Chile nunca más debe prevalecer la fuerza  sobre la razón.

  Yo estoy de acuerdo con Goya: “El sueño de la razón, produce monstruos”, que quiere decir que si la racionalidad  del hombre se duerme emergen, como hormigas de un hormiguero, los peores instintos del ser humano, o lo que es lo mismo, el monstruo o la bestia que subyace en muchos de nosotros.

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Capítulo I

LA MEMORIA HISTORICA

(“Gran cosa es saber cuándo es momento de hablar y cuándo de callar”. Séneca, De Moribus)

 

Hace algunas semanas asistí al lanzamiento del libro de un amigo (1), en la casa central de la Universidad de Chile. Uno de los presentadores de la obra era el periodista-sociólogo y conductor de programas periodísticos de televisión, Alejandro Guillier. El planteó una cuestión que me hizo meditar. Dijo lo siguiente:

“...ahora se puede conversar con cierta confianza, aunque siempre existen algunos puntos donde el diálogo ya no  prospera y eso significa que todavía existen heridas que continúan abiertas".

  “Pero creo que estos diálogos y estos libros (se refería a la obra que estaba presentando), ayudan a replantearse el pasado, sin tanto trauma y además ayudan en un imperativo que nos anima a la inmensa mayoría de los  chilenos, cual es el de reconstruir nuestra democracia".

  “....Y es así como escuchamos en estos tiempos a los intelectuales que es necesario sacar a luz la verdad histórica; pero, ¿qué es la verdad o realidad histórica? Yo creo, como otros, que la historia no es más que una construcción intelectual, una cierta visión  que elaboran los historiadores sobre el pasado reciente para lo cual capturan ciertos hechos que estiman relevantes, los relacionan y elaboran una interpretación, pero la historia no son los hechos en si, sino que en ese caso es la visión que los historiadores elaboran del pasado para comprender ese pasado, asumir el presente y proyectar el futuro; sin embargo, existe también otra forma de conocimiento que es lo que se llama la construcción de la memoria histórica,  que es más espontánea mas subjetiva, que la elabora cada ciudadano a partir de la experiencia que tuvo  con los hechos históricos. Y yo creo que todavía en Chile no hemos acertado  a una historia que tenga consistencia con el recuerdo y la vivencia que cada uno de nosotros  mantiene de esos días.

  “No hay por lo tanto consistencia entre la visión de los historiadores, todavía parciales, con la memoria histórica  que son los hechos que cada uno recuerda íntimamente, subjetivamente, y que incluso es una forma de conocimiento legítimo, pero que pertenece más al plano de las vivencias espontáneas  del país y que se va formando por los sentimientos compartidos, acerca de un periodo histórico, y de ello no se reflexiona, a lo más hemos logrado, un esfuerzo de situarlo en el plano del debate racional, pero en tanto se profundiza, y queremos entrar a la memoria histórica, cada cual se defiende y cierra las puertas...”

  Estas fueron las palabras que me decidieron a construir mi propia memoria histórica. Se podrá decir que lo mío no fue nada comparado con lo que le ocurrió a cientos de otras personas, que fueron ejecutadas, asesinadas, lanzadas al mar desde helicópteros, pero eso no quita que mi experiencia sea la mía, la propia, la personal, y que la quiera dar a conocer.

  Quiero abrir esta puerta, como insta Guillier y quiero dejarla permanentemente abierta, no para transmitir odio, sino para probar que es posible hablar hoy día con sinceridad de lo que nos sucedió a cada uno de nosotros en aquellos días que vinieron después del golpe militar.

 

1.-Se trataba de “Allende, masón”, obra del recreador de este libro, el periodista Juan Gonzalo Rocha, publicado por la Editorial Sudamericana Chilena S.A., en Santiago Chile, en 2001

Capítulo II

EL MIEDO

Me quedé helado, se me erizaron los cabellos y la voz se me paralizó en la garganta”. Virgilio. Eneida II)

 

En septiembre de 1975, a dos años del golpe militar, el miedo todavía subsistía. Si uno se subía a un taxi, no se conversaba de política, mucho menos de derechos humanos. En el país había buenos y malos. No se sabía quien era quien en las calles. Y para contar un chiste, o hacer una broma sobre el periodo político que se vivía, había que hacerlo en secreto y entre gente muy amiga, porque se corría el grave riesgo de ser delatado, detenido, y ... desaparecer.

  No había prensa libre. (Sin embargo, en las Naciones Unidas el entonces representante de Chile y después senador de la República, Sergio Diez, negaba la existencia de  detenidos desaparecidos y el Presidente de la Corte Supremadecia que las historias sobre desaparecidos y ejecutados eran un invento de los malos chilenos que intentaban enlodar el honor de la patria.

  No se podía circular por las calles, después de determinada hora, en la noche regía el toque de queda. Las autoridades culturales (¿culturales?) establecieron una censura absoluta para la música de Víctor Jara (torturado y asesinado en el ex Estadio Chile que hoy lleva su nombre).

  Algunos discos de Violeta Parra estaban prohibidos. No hablemos de los libros. Las patrullas militares quemaron en la calle toda obra que no estuviese de acuerdo con la ideología del nuevo gobierno. El que no la compartía era un potencial y peligroso enemigo.

  Recuerdo una anécdota de un amigo por esa época. Eludiendo los controles policiales y/o castrenses llegó a su casa después del toque de queda. Cuando iba llegando, se percató que la puerta estaba semiabierta y que había luz en su casa. Vivía solo. Pensó que había llegado su hermana, desde el sur, y que lo estaba esperando.

  Cuando entró a su departamento, no encontró a su hermana, pero si había a ocho o nueve carabineros fuertemente armados con armas cortas y metralletas.

  “Fueron los segundos más largos de mi vida”, me contó años más tarde. “Pensé que alguien me había involucrado en algo de tipo político y que la patrulla de carabineros me llevaría detenido y con un destino desconocido...”.

  Y entonces ocurrió lo increíble.

  Desde el fondo del departamento, apareció un teniente, que le comunicó:  “Señor, le entraron a robar....”

  “Nunca he dado un suspiro de mayor alivio”, me aseguró esa persona que cuenta esta anécdota como parte de su memoria histórica.

  Ese es el miedo que se vivía en esos tiempos.

  No quiero seguir escribiendo sobre este tipo de sucesos. Voy a ir a mi verdad  que callé por tanto tiempo y que hoy creo necesario dar a conocer a mis hijos, a mi familia y a mis amigos, y a todos los que quieran conocer  una parte de la memoria histórica de Chile.

 

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Capítulo III

UNA COOPERATIVA MUY PARTICULAR

(“Las leyes se dictan para que el más fuerte no lo pueda todo”. Ovidio. Fasti)

 

Me fui de Chile en marzo de 1973 a vivir a España, en un pequeño y maravilloso pueblo de Cataluña, donde la paz y el aire son maravillosos.

  Volví a Santiago en Julio de 1975 para casarme con la mujer de la que  he estado profundamente enamorado, desde que la conocí, allá por el año 1969, y que ha sido para mi una gran compañera en todos estos años y con la cual tengo cuatro hijos.

  El mayor nos acompañará siempre. Nunca podrá valerse por si mismo. El segundo estudia en la universidad y es un genio de la computación; el tercero es un artista nato, al que lo espera la fama a la vuelta de la esquina y el cuarto cursa primero medio, siendo un as de los video-juegos, donde adiestra su motrocidad fina, 

  Nuestra empresa es  familiar. Nos ha ido bien. Ha habido momentos difíciles, pero hemos sabido superar las dificultades. Fundada con mucho esfuerzo por nuestros padres, hoy ha logrado consolidarse en el mercado chileno.

  En los días en que regresé desde España el gerente de la empresa me informa que uno de los locales comerciales de nuestra propiedad, que funcionaba en una galería comercial, en pleno centro de la ciudad, estaba ocupado por los servicios secretos del gobierno militar.

  Mi padre y mi madre habían viajado a Europa. Uno de mis hermanos había tenido que asilarse. El otro estudiaba en España. Y  mis hermanas, poco o nada podían hacer. No tenía alternativa. Mi deber era enfrentar la situación y hacer caso omiso de las advertencias en el sentido que era muy, muy peligroso reclamar o protestar por este abuso.

  Por consejo de mi padre,  contratamos un abogado de prestigio. Recuerdo que éste presentó  un  escrito al Ministerio de Bienes Nacionales  solicitando la restitución del local. La gestión tuvo como resultado una carta, a la postre esa respuesta de la Secretaría de Estado me favorecería y yo creo que gracias a ella no recibí daños físicos y me dejaron libre después de la peor experiencia que haya tenido en toda mi vida.

  El Ministerio de Bienes Nacionales comunicaba en ese documento que nuestro local no estaba ocupado “por ningún servicio del gobierno”, y nos solicitaban “mayores  pruebas”. No recuerdo si pedían específicamente fotografías.

  Con esta carta-respuesta, que consideramos clave en nuestra gestión, en mi bolsillo, el gerente y un amigo nos dirigimos al local en cuestión en la tarde del 8 de septiembre de 1975. Yo quería  tomar fotografías para apoyar nuestro reclamo.

  Yo he sido aficionado a la fotografía desde niño. Si no tuviera que ejercer las funciones que desempeño en la empresa de mi familia con toda seguridad habría sido un fotógrafo profesional que habría ido hasta el último rincón del mundo para captar una escena distinta o una situación irrepetible.

  En ese local  mi hermano mayor había instalado una librería, donde se vendía libros importados desde la República Popular China, gobernada en ese entonces por Mao Tse Tung.

  Es probable que muchos de esos libros tuvieran el carácter de políticos; pero, no hay que olvidar que el gobierno chino no rompió relaciones con el regimen militar. Y este tampoco lo hizo.

  Y entonces, ¿cuál era el delito?

 Yo no voy a reprocharle a nadie ninguna conducta. Creo en el tribunal de la conciencia individual de cada persona y en ese sentido puedo considerarme un idealista, pero en todo lo demás admito que soy un conservador.

  Pero mis dos acompañantes me dejan absolutamente solo, con un “nos vemos en la oficina". Yo encamino mis pasos hacia mi objetivo, el cual lucía en el dintel un cartel que rezaba: COOPERATIVA AUSTRAL LTDA. PARTICULAR.

 Siempre me he preguntado qué clase de asesores tendrían ese organismo de seguridad del gobierno militar que le sugirió tal nombre que llama de inmediato la atención porque, ¿quién va a imaginar a una cooperativa, es decir un organismo colectivo, con un local en pleno centro de Santiago y para vender o distribuir qué?

  Me pongo al frente del local miro por el objetivo de la cámara, y apretó el obturador, se enciende el flash y tomo la foto que ustedes  pueden apreciar ahora. No es una gran foto, como ustedes pueden ver, pero detrás de ella están las horas más amargas, más tristes y más increíbles de toda mi vida.

  Desde dentro del local salen dos tipos vestidos de civil que se me acercan y me preguntan que estoy haciendo, yo les contesto, "tomando una foto a mi local" y ellos me dicen que no se puede hacer. Y yo pregunto por qué no y tomo una segunda foto.

  Y entonces uno de los individuos se acerca a mí y prácticamente me entierra el cañón de un revólver o de una pistola en mis costillas y me ordena que  los siga. Me obligan a entrar al local.

  Una vez dentro me revisan completamente, me quitan todas mis pertenencias: reloj, billetera, lápiz, pañuelo e incluso la carta ministerial, negando que el local estuviera ocupado por alguien de gobierno.

  Y estos que me detenían, de ¿dónde eran?

  ¿Eran extraterrestres?

  Me ponen contra una pared, manos arriba. Yo creo que es legítimo que me pregunten si en este momento tenía miedo, yo diría que no sé. Sentía la situación tan absurda  que simplemente no podía concebirla como real. Creo que lo más cercano a lo que yo puedo imaginar es que me sentía viviendo una pesadilla y que pronto, muy pronto todo iba a despertar y que de ella  sólo quedaría un mal recuerdo. Pero no era así.

  Mientras tanto, pude observar el recinto. En el primer  piso (tiene dos) había varias estanterías con una gran cantidad de neumáticos apilados. armazones de fierro o aluminio. Otros de ellos estaban llenos con cajas de cartón, que evidentemente contenían papeles.

  No sé cuanto tiempo transcurrió. Pueden haber sido diez minutos, 20 o quizás una hora. Sólo sentía un cansancio inmenso en los brazos. No aguanté más. Ya no los podía sostener. Entonces pregunté si podía bajarlos. Me dijeron que sí, que podía hacerlo. Con gran alivio bajé los brazos.

  Mientras tanto uno de los sujetos tomó un teléfono, discó un número y habló con susurros y monosílabos. Yo podía escucharlo desde donde me encontraba.

  -Si

  -No

  -Está bien.

  Cuando cortó ambos hombres se me acercaron  y me dijeron que los acompañara hasta un auto que esperaba en la calle,  pero que tuviera mucho cuidado, porque ante cualquier movimiento extraño mío, “me dejarían helado” y me mostraron significativamente sus armas, enfundadas debajo de sus axilas.

  Caminé por la galería comercial hacia la calle. Me subieron a los asientos de traseros de un auto y me sentaron entre dos sujetos que estaban ahí, uno de los cuales me ordenó que mirara al quiosco de diarios que había detrás, casi en la esquina, y que si reconocía a una persona que observaba la escena.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

  Volví la cara, y efectivamente vi a un hombre de unos 35 años que nos miraba. Con seguridad notaba algo raro. Como debía contestar a la pregunta, dije que no, que no conocía a esa persona.

   El auto partió hacia la Alameda.

  Hasta el día de hoy me pregunto ¿qué habría ocurrido si hubiera sido uno de mis acompañantes, o si hubiera sido efectivamente una persona conocida por mí?. No habría sido fácil ocultar ese hecho.

  Ahora entendí lo de cooperativa. Era un chiste. Quien estuviera en mis condiciones no le quedaba otra alternativa que cooperar.

Capítulo IV

CON RUMBO DESCONOCIDO

(“Cuando más próximo está el peligro, más suele disminuir el temor”. Séneca. Las Troyanas)

 

  Partimos con rumbo desconocido para mí. Pero pronto me di cuenta hacia dónde íbamos. Era un camino que había hecho muchas veces, con el alma anhelante y el corazón empapado de amor: nos dirigíamos al Estadio Nacional. A dos cuadras de ese recinto deportivo vivía mi novia.

  Cuando llegamos a la puerta del coliseo, los sujetos me ordenaron agacharme y pusieron dos algodones con scotch en mis ojos y unos lentes oscuros para que no se notara esta singular manera de quitarme la vista.

  Fue en ese momento que me ocurrió algo muy curioso. Sabía que estaba muy cerca de la casa de mi novia, pero en ese instante decidí que en adelante no me importará lo que sintieran o  sufrieran mis seres más queridos, buscándome en comisarías, postas, hospitales y hasta en la misma morgue. En adelante, me dije:  seré  yo y nada mas que yo. Estaba convencido que esa era la única manera de sobrevivir.

  No sé qué va a pasar conmigo.  Me doy cuenta también que al vendarme los ojos me han separado del mundo y que por ende, estoy solo y librado a mis propias fuerzas, a mis propios recursos. No quiero pensar lo que puedan estar sufriendo mi novia, mis hermanas, quienes no saben lo que ha ocurrido conmigo y que inevitablemente, debido a que mis padres y mis hermanos están fuera del país no les quedaría otra alternativa que hacerse cargo de mi búsqueda.

  Me construyo una coraza, una armadura interna que impide que me debilite anímicamente pensando lo que puedan estar sufriendo los míos. Cuando mucho me digo, ojalá nadie informe a mis padres que estoy desaparecido, que he dejado de existir, como persona, como ser humano, para no que sufran un dolor que puede verse incrementado por la impotencia de que poco o nada pueden hacer desde la distancia.

  Si en ese momento me hubieran vuelto a preguntar si sentía miedo,  habría respondido que mis pensamientos eran estos. “En este momento soy un detenido desaparecido y mi familia, sin duda me buscará y tratará de mover influencias; pero eso no me debe importar, es problema de ellos: ahora estoy solo, sólo soy yo, y solo yo. Debo sobrevivir”.

 

Capítulo V

ENBOLINANDO LA PERDIZ

(“A los malvados nunca les falta tiempo para hacer daño”. Séneca. Medea)

 

  El auto parte, gira, se detiene vuelve a partir,  los primeros  momentos  con la vista tapada,  pierdo el sentido de orientación, de espacio y tiempo, no tengo miedo, pero tengo incertidumbre, qué me va a pasar me pregunto una y otra vez,  pero vuelvo a decirme a mí mismo:  ahora soy yo, solo yo.

  Me acuerdo de un amigo de origen campesino. El hablaba de “enbolinar la perdiz”. Se trata de desconcertar a una persona. “Eso es lo que están haciendo”, me digo. “No quieren que me de cuenta hacia dónde me llevan”.

  Pero después de una hora, o de media, o de 40 minutos, el auto ingresa a un recinto después de traspasar un portón. Me doy cuenta por el ruido con que se desplazan sus hojas.

  El auto se detiene. Me hacen bajar, tomándome de un codo y me ordenan que permanezca ahí, de pie. En ese momento el scotch de uno de mis ojos comienza a ceder y yo puedo ver algo del lugar. Estoy en el patio de una especie de casa de campo de color rojo que se ha construido sobre un terraplen. Me doy cuenta que para ingresar a ella hay que subir cuatro o cinco escalones...

  Yo no sé si se han dado cuenta o no; pero, el hecho es que en ese momento uno de mis secuestradores me saca los lentes oscuros y me pone una venda de género sobre los ojos, la que amarra en mi nuca. Me toma de un brazo y me conduce a un nuevo lugar donde escucho el ruido de unas cadenas que son retiradas probablemente desde una puerta luego de sacarle llave a un candado.

  He destacado el ruido de cadenas, por que en los siguientes días eso se transforma en un hecho de mucha importancia. Cada vez que lo escuchábamos (ya éramos varios los que estábamos en similar condición) algo importante, malo o bueno, va a ocurrirle a uno de nosotros.

  Mi conductor me deja de pie y se retira. Siento nuevamente que se abre una puerta y luego por segunda vez el ruido de cadenas y la manipulación de llaves y de un candado que se cierra.

  Mi mente se llena con una sola pregunta:

  ¿Dónde estoy?

  En ese momento se acerca alguien. Yo puedo sentir su aliento. Me toma del brazo y me dice que esté tranquilo y que ahora puedo subirme la venda. Cauteloso, yo digo que no lo haré por qué si me la han puesto, es para que no vea.

  Pero otra voz me tranquiliza. Me dice que no me preocupe, que todos los que estamos ahí estamos en similares condiciones y que por lo tanto, debemos ser amigos y ayudarnos unos a otros. Yo siento que se acerca una tercera persona, la que sube la venda por mi frente y la deja sobre mi pelo.

  Sólo en películas de guerra había visto algo semejante. Es una tremenda pieza con varios camarotes provistos de colchonetas y veo a unas diez ó quizás doce personas con apariencia de indios apaches, porque todos tienen sobre sus cabezas las vendas con que habían tapados sus ojos.

  Es una escena subrealista.

  El que había pedido que me tranquilizara me transmite un consejo. Me dice que si vienen “ellos” me baje la venda. Yo ya sé quienes son esos “ellos”. Son agentes secretos del gobierno militar. Uno de los detenidos se acerca  y me lleva hasta un camarote, me pide que me siente y me entrega la información: estamos en poder de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), un organismo creado por el gobierno del general Augusto Pinochet para combatir, con medios lícitos o ilícitos, cualquier intento de subversión.

  Hay algo que quiero destacar. Las personas que están conmigo no preguntan de qué estoy acusado, ni quien soy, ni dónde me detuvieron, nada. Y a lo largo de los días que paso en este lugar secreto de reclusión, me doy cuenta que eso es muy importante para todos porque el que no tiene información, ni aún bajo la más cruel de las torturas, podrá  responder a las preguntas que formule el torturador para acusar a otra gente. Es una manera de protegernos unos a otros.

  Observo el recinto. Se trata de una pieza larga, larga, muy parecida a las viejas salas de hospital o a un internado. Cerca del techo hay pequeños ventanucos que proporcionan algo de luz y a través de las cuales veo cerros cordilleranos que en sus cumbres conservan algunas manchas de nieve.

  Puedo ver también, al medio de la pieza, al lado de una pared, una especie de escenario semi curvo y dentro del mismo, un tarro viejo de esos de pintura. Me dicen que ese es el “baño” para orinar.

  De ese primer día no recuerdo mas, no sé si nos dieron o nó comida. Con los años he conservado sí en la memoria la llegada de la noche. Como estábamos muy cerca de la cordillera, el frío imperceptible a la vista entra a la pieza y cala fuerte en nuestros huesos.

  Me tendí sobre una colchoneta y crucé uno de mis brazos bajo la cabeza, como improvisada almohada. ¿Cómo poder dormir en esas condiciones, con el frío pegado a mi cuerpo? Imposible.

  Cómo entender que había gente que nos privaba del sagrado derecho al sueño. Y en mi caso, ¿por qué?, ¿por intentar recuperar una propiedad de nuestra empresa que había sido ilegalmente ocupada por la DINA?

  Para mí las horas pasaron con mucho más lentitud que otros días de mi vida. Veo por fin asomar la luz del amanecer, por esos pequeños ventanucos y yo espero que salga el sol para entibiar me triste humanidad, aunque después me doy cuenta que los rayos de sol nunca llegan a esta celda.

  Pero, si lo que tengo muy nítido en mi mente es el ruido de las cadenas con que se abre la puerta del recinto y más tarde pude darme cuenta de su dramático significado

  Cada vez que la cadena sonaba, había que taparse la vista, y quedarse quieto, como en ese juego de niños llamado “un, dos, tres momia es” y que consiste en mantener la posición con que lo ha sorprendido la cuenta.

  Cuando sonaba por segunda vez, podíamos desplazar nuestra venda hacia la cabeza y transformarnos nuevamente en indígenas, con nuestros cintillos en la frente. Y entonces nos dábamos cuenta que faltaba uno de nosotros. Se lo habían llevado. Casi nunca volvían. Una vez volvió uno.

  Un día suena la cadena. Pudimos percatarnos que  entraban algunas personas y luego nuevamente escuchamos el mismo ruido. Significaba que había cerrado la puerta por fuera.

  Esperamos unos segundos  y luego nos levantamos la venda. En el primer camarote habían tirado un cuerpo humano. Se trataba de un muchacho de no más de 20 años. Presentaba múltiples heridas y contusiones. Sangraba  por la boca. No se podía mover por el dolor.

  Yo me preguntaba, ¿cómo una persona puede llegar a tales extremos con otra, considerando además que el torturado no tiene ni una posibilidad de defensa? Resulta inconcebible; pero, la presencia de ese muchacho era una respuesta a la pregunta en el sentido que eso es posible en el género humano.

  Cualquiera de nosotros podía sufrir la misma brutalidad. Entre varios tratamos de ayudar al joven prisionero, acomodándolo lo mejor posible en la colchoneta del catre en que lo habían dejado.

 

Capítulo VI

CUANDO  LLORAR ES DE  HOMBRE

(“Antes nos faltarán lágrimas que motivos para llorar”. Seneca. Ad Polybium de Consolatione)

 

  Ir al baño se convirtió en un rito de todos los días que estuve en Villa Grimaldi. La primera vez que tuve que realizarlo ocurrió al día siguiente de mi llegada. Suena la cadena. Me bajo la venda hasta mis ojos. Ingresan al recinto tres o cuatro sujetos. El que hace de jefe nos ordena que nos formemos. ¿Cómo lo hacemos? No sé cómo, pero lo hicimos, por que no podíamos ver.

  Nos formamos en fila india, tomando distancia del que estaba adelante colocando nuestras manos sobre sus hombros. Nos quitaron nuestra identidad y nos dieron un número. El primero, era “el uno” y era quien llevaba más días en el recinto; después venía el "dos", "el tres" y así sucesivamente.

  El jefe nos informa que nos llevan a un baño. Me hice la ilusión de una ducha. El sujeto levantó levemente la venda del “uno” para que este pudiera ver por donde nos conduciría. Salimos a un patio interior y después de unos pasos, girábamos a la derecha y entrábamos como a un pasillo, dimos vuelta  a la izquierda y ahí escuchamos una radio con la música  todo volumen.

  (Más tarde supe que esa era la manera evitar que escucháramos  los gritos de los que estaban siendo torturados).

  Quedó atrás la música de la radio. Ingresamos  a otro pasillo. Subimos dos o tres escalones y nos ordenaron ponerlos contra una muralla. Y de uno en uno nos hicieron entrar a un baño sin puerta alguna, donde había una taza, algunos  diarios viejos, unas guías de teléfonos de paginas amarillas y un olor a mierda que llenaba las fosas nasales y se escurría por la garganta, para llegar al estómago y que a algunos los hacía expulsar por la boca, en convulsivos vómitos, la poca comida que nos habían dado el día anterior.

   Nunca jamás hubo una ducha ni agua para lavarnos

  En la tarde del día en que llegó el prisionero torturado, como era habitual, nos formaron para ir al baño. Y a mi y a otro prisionero nos ordenaron que ayudáramos al herido que evidentemente no podía mantenerse en pie, así que lo tuvimos que llevar con nosotros, prácticamente en vilo. Lo sentamos en la taza, hizo sus necesidades impregnadas de sangre y yo tuve que arrancar papel desde una guía de teléfonos que estaba en el suelo para limpiarlo. El era incapaz de mover ni siquiera un dedo.

  Volvimos con él a la pieza lo dejamos nuevamente en su cama. Este hombre no lloraba ni gritaba. Sólo emitía unos débiles gemidos, nada más. Al otro día sonó nuevamente la cadena. Bajamos nuestras vendas. Y al volver a subirlas, nos dimos cuenta que el hombre ya no estaba. Nunca más lo volví a ver.

  En una sociedad como la chilena -por lo menos en el pasado- era frecuente que se le enseñara a los niños varones que, “los hombres no lloran”. Y es probable que generaciones y generaciones hayan vivido bajo ese precepto.

  En esos diez días de espanto, yo vi llorar a muchos hombres, algunos pintaban canas; otros, recién se empinaban por sobre la mayoría de edad. No eran lágrimas que se derramaran por la situación que estaban viviendo, no. Eran lágrimas que se escurrían lentamente desde sus ojos al recordar a sus padres, a sus hijos, a sus esposas, incluso a sus abuelos o sus nietos

  “¿Qué les habrá pasado a ellos?”, ¿estarán también detenidos?, ¿habrán sido torturados?, ¿estarán vivos?, ¿los habrán asesinado?, eran las preguntas sin respuesta más frecuentes que se formulaban..

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

  Esa era la peor de las torturas. Varias de esas personas (a lo mejor porque yo me veía más sereno) lloraron en mi hombro. Yo pregunto, ¿han visto ustedes llorar a un adulto, no por él, sino por lo que pudiera haber ocurrido a su familia?

Yo también lloré, pero eso fue más adelante.

  Como les decía, hubo un pacto tácito. Nadie preguntaba por qué estaba ahí, de que se le acusaba o cómo había sido detenido (¿o diré más bien secuestrado?) Cualquiera de nosotros podía ser un delator, un agente de la DINA encubierto o bien podían implicarlo a uno falsamente en un acto subversivo para aplacar una sesión de tortura.

  Tampoco dábamos nuestras identidades. Cuando mucho, nuestro nombre de pila.

  Debo reconocer que a mí nunca me llevaron a un lugar de torturas. No fui torturado físicamente, ¿por qué? No sé. Pero estar con la vista vendada, en un lugar extraño, sin saber de la familia, pasando hambre y frío,  privado de libertad, sabiendo que en cualquier momento sonaría la cadena y me podría tocar el turno de ser interrogado y a lo mejor torturado, ¿no es esa una forma también de causarte un sufrimiento tanto o más doloroso que un golpe, que una patada en los riñones, que una aplicación de corriente en los genitales, o que sumergir tu cabeza en un recipiente lleno de agua maloliente?

  En  ese lugar aprendí que llorar también es de hombre.

Capítulo VII

UNA AMISTAD EN LA PRISION

(“Haz un amigo entre tus iguales”, Ovidio, Tristes)

 

  No sé si el mismo día que llegué o al día siguiente, conocí a un hombre un poco menor que yo con quien, poco a poco, dadas las circunstancias, establecimos un grado de amistad, que se tradujo en una convivencia diaria.

  Recuerdo que para entretenernos inventamos un juego en que no teníamos que hablar, pero si demostrar una cierta habilidad. Sentados frente a frente en los camarotes nos tirábamos, impulsado por el pulgar, un botón que yo había  arrancado de mi chaqueta y con el cual debíamos embocarle a un aro que formábamos con los dedos índice y pulgar de nuestras manos. Era una especie de baloncesto muy particular.

  Nos pasábamos horas y horas en eso. Una vez, contra lo acordado tácitamente,  le conté por qué estaba ahí. El me vaticinó: “Tu saldrás pronto”. No me dio su nombre, pero me dijo que sus tíos, o abuelos, ya no recuerdo bien,  tenían una frutería en Tobalaba, cerca de Providencia, que era la única que había la costado del canal San Carlos, que si podía a mi salida les avisara que lo había visto.

  Con ese amigo, en las noches ya no dormía solo. Nos tirábamos sobre el mismo jergón de colchoneta,  uno para los pies y otro para la cabecera, y desde modo yo abrazaba sus pies para calentarlos y él los míos y así podíamos abrigarnos mútuamente. Un par de noches nos pudimos tapar con otra colchoneta y pasamos menos frío.

  En medio de la monotonía de los días, podíamos escuchar las campanas de una iglesia, y cada cierto tiempo, el ruido de niños jugando, lo cual quería decir que estábamos cerca de un colegio. También escuchábamos el paso de aviones pequeños y podíamos ver las cumbres cordilleranos.

  Con estas percepciones concluimos que el lugar donde nos tenían recluidos  (¿o secuestrados?) se encontraba cerca del Aeródromo de Tobalaba.

  Con el tiempo supe que se trataba de la tristemente célebre Villa Grimaldi.

  Una noche sonaron las siniestras cadena con más fuerza que otras veces. Parece que lo hicieron adrede con la intención de despertarnos; si ese era el propósito, lo lograron. Nos hicieron levantarnos y formarnos y uno de los sujetos, eran varios, se acercó a mí y me enterró el cañón de su arma en mis costillas:

  “Asi que vos sos el fotógrafo”, me espetó.

  Otra vez nos despertaron como a las cuatro de la madrugada. Nos hicieron salir al patio, y para  variar, formarnos y nos ordenaron que permaneciéramos en  absoluto silencio y sin movernos. Sentí a mis espaldas un murmullo y luego un ruido metálico, como el pasar un bala en un rifle.

  ¿Qué pensé? Nada. Sólo sentía el frío de la madrugada. Sentimos después unas risas ahogadas,  y luego nos ordenaron que volviéramos a la pieza y nos acostáramos en nuestras colchonetas.

  Si me alguien me preguntara si sentí miedo en esas circunstancias, tendría que responderle que no, aunque al parecer la intención de esos hombres era amedrentarnos con un falso fusilamiento; pero al mismo tiempo advertiría que yo no soy valiente, que tengo sólo la valentía de levantarme todos los días y hacer lo mejor posible para mi familia, para mí, para los que me rodean.

 El tener presente que en ese momento (como en otras), allí estaba yo y solo yo impedía que entraran otros pensamientos a mi mente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 En esa ocasión del falso fusilamiento, recuerdo haber mirado al cielo por las reducidas ventanas de la celda y pude ver las estrellas como pequeños puntos luminosos y  allí estaba yo, en la inmensidad del universo, en una pieza de un lugar ignoto, enfrentando una situación absurda sin otra cosa que hacer que respirar y respirar. Nunca pensé en el futuro, y digo futuro, pensando en el próximo minuto.

  Recuerdo también el día 11 de septiembre. Sonaron las cadenas y al volver a sonar y levantar nuestras vendas, vimos cuatro hombres, uno muy joven de no mas 18 años y los demás bastante mayores,  entre 40 y 50 años, que estaban parados al centro de la pieza y sin moverse.

  Se les veía muy asustados y además medios ebrios. Uno de nosotros los tranquilizó diciéndoles que estaban entre amigos y que podían quitarse la venda. Se negaron hacerlo al comienzo, tal como nos había ocurrido a todos; pero, después aceptaron.

Los rodeamos y contra costumbre, les preguntamos por qué los habían llevado allí. Nadie podría  creer esta historia.

  Eran todos de la misma población. Como el día era feriado, estaban tomando en un clandestino, cerca de sus casas. Ni se percataron cuando alguien pasó por la calle y le entregó a los niños unas banderitas cubana, de papel. Como era lógico los chicos comenzaron jugar con ellas.

  Cuando los hombres retornaron a sus hogares, semi borrachos, se acostaron y se pusieron a dormir. En eso estaban cuando un grupo de civiles llegó hasta sus casas y los detuvo, sin darles ninguna explicación.

  ¿Qué había pasado? Seguramente por la delación de algún vecino, los agentes de la DINA llegaron hasta la población, y a los niños que sorprendieron con banderitas cubanas en las manos les preguntaron dónde vivían, y éstos le respondieron con la verdad sin percatarse del peligro al que exponían a sus padres.

  Y así, la DINA detuvo a estos pobladores y los llevó a Villa Grimaldi por el infamante delito de que sus hijos estaban jugando con banderas cubanas, en el día que el gobierno militar celebraba el derrocamiento del Presidente Salvador Allende.

 Recuerdo otra  vez que nos dieron chuletas de comida. Hicimos un acuerdo, en el resto de los prisioneros. Decidimos quedarnos con los huesos para poder chuparlos cuando tuviéramos hambres. Los guardamos en el camarote más cercano a ventana y que recibía el mayor frío de la noche. Ese era nuestro refrigerador.

 

 

Capítulo VIII

ME INTERROGAN

(“Nadie puede ser castigado por lo que piensa”, Ulpiano.)

 

  Un día en la mañana sonaron las cadenas. Nos bajamos rápida y automáticamente  la venda sobre nuestros ojos. Escucho pasos al lado mío. Me toman por los brazos. Había llegado mi hora.

  Me llevan a un cuarto, me sientan en una silla  y me dicen que me levante un poco la venda hasta que pueda ver un escritorio sobre el cual hay un papel en blanco y  un lápiz. Me ordenan que escriba todo lo referente a mí.

  Puse primero que nada mi nombre completo y el número de mi cédula de identidad. En las siguientes líneas digo que salí del país en marzo de 1973 y que volví en julio de 1975 con la intención de casarme.

  Agrego que jamás participé en política, porque no me interesaba y que mi único delito era haber tomado fotos de nuestro local para probar ante el ministro de Bienes Nacionales que estaba siendo ocupado sin nuestra autorización.

  Yo creía que tenían todo averiguado sobre mi persona.  Considerando que era así, puse también (“cómo no lo van a saber”, pensé) que un hermano vivía en el exilio. No era así. No lo sabían.

  Me preguntaron a qué partido pertenecía mi hermano. Contesté la verdad, que no sabía. Me dijeron que no me hiciera el tonto, que era comunista.

  “Creo que no”, les repiqué.

  Ese fue todo el interrogatorio. Me bajaron la venda hasta los ojos y me llevaron a un patio, donde  me senté en un pequeño muro de piedra. Me dijeron que esperara y se fueron. En ese lugar estuve largo rato. No sé cuánto tiempo. Sentía que los rayos de sol recorrían mi entumecido cuerpo y disfrutaba ese calorcillo tan agradable. Ni en las mejores playas del mundo he vuelto a sentirlo.

  Con el oído atento, escuché que alguien se acercaba a mi. Y así era. Es un guardia que me dice que levante un poco la venda de mis ojos para que vea solo el suelo y  me pasa una escoba.

  “Barre el suelo”, me ordena.

  Para mi esa orden resultó un verdadero placer y un  hermoso regalo: estuve más de una hora en contacto con la tierra, con el pasto y sabía que cerca había árboles porque el patio estaba tapizado de hojas secas.

  Podía moverme, podía caminar y ver algo del entorno. Volví a ver la casa roja, las gradas que conducían a ella y no vi más..., porque en ese momento se me acerca el individuo que me había dejado en ese lugar y me dice que mis pertenencias estaban extraviadas, que tenía que esperar.

  Ese día pensé que me iban a dejar en libertad. Pero debo regresar a la pieza convertida en celda, por una cuestión administrativa. No estaban mis pertenencias de las que me habían despojado al momento de ser detenido (¿o debo decir secuestrado?). Las cadenas vuelven a sonar para mi. Soy recibido con curiosidad por los demás prisioneros, pero que les puedo decir nada, porque nada ha ocurrido y que allí estoy de nuevo con ellos.

 

Capítulo IX

COMO FARDOS HUMANOS

(“¡Qué poca cosa son los hombres!” Plauto, Captivi)

 

  Nuevamente pasa el tiempo, un día, dos o tres,  sólo sé que el tiempo pasa. Yo he vuelto a mi rutina. Si suena la cadena, bajo mi venda hasta los ojos; si vuelve a sonar, la puedo llevar hasta mi frente. Las horas transcurren con lentitud. Llega el mediodía, nos dan algo de comer y viene la larga tarde que trato de acortar con mi amigo, jugando “al achúntale” con el botón de mi chaqueta.

  En eso estaba una tarde,  cuando suena la cadena. Sin musitar palabra alguna, entran dos hombres que me toman de ambos brazos y me sacan de la sala. Siento que nuevamente ha llegado mi hora, pero hora para qué, ¿para ser interrogado?, ¿para ser torturado?, ¿para quedar en libertad? No lo sé.

  Salimos de la celda. Y los sujetos me levantan en vilo y me tiran prácticamente a la parte trasera de una camioneta, como un fardo humano. ¿Qué he hecho yo para recibir un trato semejante?

  Caigo sobre otros cuerpos. Y  de pronto cae sobre mi, una mujer, con su hija, una niña de más o menos diez años. Nos acomodamos como podemos, en medio de los otros fardos humanos y la camioneta parte.

Tengo oportunidad de conversar un poco con la mujer, que se ha acomodado a mi lado. Me cuenta que los agentes de la DINA han encontrado un “entierro” de escopetas debajo de la terraza de su casa, y que la han detenido a ella, a su esposo, y a la niña. Y no sólo eso, que la han torturado a ella y a la chica delante de su marido para que éste diga de quien son esas armas y quien las enterró allí...“Yo creo que no voy a ver más a mi esposo”, dice acongojada al borde de las lágrimas. Y añade: “¿Cómo podríamos saber nosotros de esas armas si recién habíamos llegado sólo una semana antes a esa casa?”

  ¿Por qué la DINA se llamarían Dirección Nacional de Inteligencia? Siempre he sabido que la labor de inteligencia de los países, de los ejércitos, de las Fuerzas Armadas, es más raciocinio que fuerza bruta. Pero aquí parece que es al  revés. Primero la fuerza y luego el análisis de las situaciones.

  Cuando quedé en libertad, días después leo en la prensa adicta al regimen, el hallazgo de un arsenal debajo de la terraza de una casa de una de las poblaciones de Santiago. Estoy seguro que correspondía al hogar de esa mujer.

  Si bien podíamos hablar en susurros, continuábamos con la vista vendada. La camioneta se desplaza por la ciudad y se detuvo, supongo que por la luz roja del semáforo. Y entonces escuchamos voces de personas que conversaban, que se reían, que gozaban de su libertad, sin saber que a menos de un metro, otras personas estabamos convertidas en una carga humana.

  Hay una sensación extraña en esto. Es como si uno no perteneciera al género humano y que otros sólo pueden tener lo que uno no tiene: la facultad de hablar, reír y caminar por el mundo, cosa que a nosotros nos está prohibida, pero prohibida   ¿por quién?; por otros humanos ¿o diré humanoides?.

La camioneta se detiene. Percibo que estamos en una bomba bencinera, por el olor. Por alguna razón pienso que esa detención ocurrió en las cercanías de la ex piscina Mundt. Sólo es una idea. No tengo como probarla.

  Y allí se produce una situación extraña. Hay un relevo de nuestros guardianes y del conductor del vehículo. Los que se hacen cargo, tienen el gesto humanitario de decirnos que estemos tranquilos, que ya hemos pasado por lo peor, que no nos preocupemos, que todo va a salir bien.

  Partimos. Yo creo que habrán pasado unos diez minutos o lo mejor media hora, es muy difícil medir el tiempo en esas condiciones, y la camioneta hace un viraje y se detiene. Siento o escucho que se abre un portón. ¿Dónde estaremos? Hay ruido de conversaciones cercanas.

  Entramos. El vehículo se detiene nuevamente y uno de nuestros guardias abre la lona que cubría los fardos humanos y nos ordena sacarnos la venda de los ojos y que bajemos del vehículo.

  Un poco encandilado por la luz, puedo ver que nos transportaron en una camioneta cubierta con una lona de color gris. Veo una torrecilla. En ella un carabinero monta guardia, armado de una metralleta. También veo a otros carabineros en los alrededores. Siento un gran alivio: estamos en la legalidad, puedo mirar, ver el cielo, miro a mi alrededor y veo gente caminando de un lado a otro.   Vuelvo a ser persona, aunque continúe preso, tendré nombre e identidad.

  Nos conducen hasta un pasillo. Nos ponen en fila, dándole la espalda a una muralla. Una mujer joven que ha llegado con otro grupo de prisioneros nos muestra, con disimulo, cuatro dedos de su mano derecha. No entiendo qué quiere decir. El que está al lado mío me traduce el gesto de la muchacha: estamos en la Sección de Incomunicados de “Cuatro Alamos”, un campo de concentración público y conocido ubicado en la Avenida Departamental.

  Yo creo que todos dimos un suspiro de alivio. Si nuestras familias han sido perseverantes nos encontraran.

  Los guardias nos comienzan a llamar por nuestros nombres. Se acabaron el “uno”, el “dos” y el “tres”, ahora somos Rodrigo, Francisco, Sara, María con nuestros respectivos apellidos. Hemos vuelto a ser personas.

 

 

 

 

 

Capítulo X

EN “CUATRO ALAMOS”

(“Lo que fue duro de soportar, es dulce de recordar”, Séneca, Hércules Furens)

 

  Cuando me toca mi turno, me hacen salir de la fila y me llevan a un dormitorio donde hay dos camarotes y un  velador, como único mobiliario. La pieza tiene una ventana que da a un  pequeño patio con una muralla de hormigón. Eso es todo.

  En el  cuarto hay tres personas, dos jóvenes y un adulto con apariencia de extranjero. Me dan la “ bienvenida” en tono festivo. Yo se las devuelvo con una sonrisa triste. Poco a poco establecemos contacto.

  Los jóvenes me cuentan que son miristas, que han sido detenidos cuando transportaban varios ejemplares del periódico clandestino “El Rebelde” en el interior de  paquetes de virutilla.

  ¿Cómo son sorprendido? No lo saben. El caso es que de pronto se ven rodeados y encañonados por agentes de seguridad y que les quitan los paquetes de virutilla, sacan de su interior la publicación clandestina, y que frente a eso no hay nada que hacer. Se entregan a su suerte.

  El otro es  un alemán que no habla español; pero con señas y unas pocas palabras en inglés o castellano, nos cuenta que se encuentra allí por que alguien lo ha acusado de ser un terrorista que ha venido desde Alemania a dar muerte a Pinochet.

  Nos dice que lo detuvieron en el Hotel Victoria, ubicado en Huérfanos esquina de San Antonio, donde estaba alojado. Su pequeña venganza es decir a todo “shaiser” a nuestros guardias que no entiendan nada y que se dan por satisfecho que el gringo muestre "tal" agradecimiento.

   El gringo no les está agradeciendo nada. El gringo les está diciendo “mierda”.

  Las camas tienen frazadas; por fin voy a dormir casi como ser humano. También nos dan comida en platos y nos proporcionan cubiertos. La diferencia con Villa Grimaldi es abismante. Pasamos ahora a ser personas.

  Descanso sobre una cama y  hay una Biblia para leer. También tengo un almuerzo, con postre de fruta, incluso. Ya ni recuerdo que comíamos en Villa Grimaldi. Sólo tengo en la memoria aquellos huesos de chuletas que guardamos para chuparlos cuando tuviéramos hambre.

  Poco antes del anochecer nos llevan al baño. Es un baño colectivo, al estilo de los que existen en los colegios o en los regimientos, supongo. Hay lavatorios y tazas individuales, aunque éstas no tienen puerta.

  Por fin puedo lavarme la cara. No lo había hecho en siete u ocho días. Al mirarme en un sucio espejo casi no me reconozco, la poca barba que tenía en ese entonces había crecido, los ojos se habían tornado capotudos, mis mejillas colgaban fláccidas y el pelo lo sentía como si me hubieran vaciado un tarro de engrudo encima. Estaba terriblemente delgado.

  Pero allí tuve un instante de placer. Me pude lavar la cara y sentir el agua sobre mis manos, sobre mi rostro constituyó para mi un agrado infinito. ¡Cómo algo tan cotidiano como el agua en esas condiciones se torna en una maravilla!

  Me instan a que me apure. Otros prisioneros están esperando. Me lavo rápidamente la cara y  volvemos silenciosos a nuestra celda. Como para matar el tiempo nos asomamos por la reja de la ventana y empezamos a conversar con los de la celda del lado. Nos cuentan que tienen un cigarrillo y nos ofrecen dejarnos “la corta”; es decir, unas cuantas bocanadas de humo.

  Pero, ¿cómo hacerlo para que nos pasen esa “corta”? Siempre hay alguien más ingenioso que el resto. Uno de los miristas amarra la manga de su chaleco, lo saca por entre los barrotes de la ventana y lo hace balancear hasta que uno de la celda del lado lo atrapa y coloca el “pucho” en el nudo, bien apretado.

  Compartimos esa “corta” entre los cuatro. Para mi ese es un gran recuerdo. Es la prueba indesmentible de la solidaridad humana en la peor de las desgracias: la pérdida de la libertad.

  Cómo disfruté de esas bocanadas de humo, que no fueron más de dos. Me sentí hermano de los ocho prisioneros con quien había compartido aquel cigarrillo, nosotros cuatro y los cuatro de la otra celda.

  Esa noche, aunque privado de mi libertad, duermo en una cama y con frazadas, sin pasar mucho frío. Duermo en paz. En la mañana nos llevan nuevamente al baño y otra vez puedo disfrutar del agua. Cuando volvemos a la pieza, ¡oh, sorpresa!, nos traen desayuno, una taza de té y un pan.

  Mientras disfrutamos del té que calienta  nuestros cuerpos, escuchamos a lo lejos que están cantando la Canción Nacional. Los otros compañeros de celda que llevan más tiempo en el lugar me dicen que se trata de los prisioneros permanentes que todos los días son obligados a cantar el himno patrio.

  Con fuerza se escucha, “O el asilo contra la opresión....”

  También me cuenta que el guardia que nos trajo el desayuno es buena persona, que a el se le pueden encargar cigarrillos y galletas. Yo les digo "y bueno qué sacamos  si no tenemos dinero". Me preguntan si tenía plata en mis bolsillos cuando me detuvieron, y yo les respondo que naturalmente que sí. Y me dicen que ese guardia la puede pedir, si yo se lo solicito.

  Pero aquí me ocurre algo curioso. Yo he vi a ese hombre cuando trajo el desayuno, pero no puedo recordar su rostro. ¿Será el producto del trauma de haber tenido que vendarme la vista durante tantos días cada vez que entraba uno de nuestros guardianes en Villa Grimaldi? No sé, el  caso es que en Cuatro Alamos olvido de inmediato todos los rostros que veo.

  Estaba cavilando sobre esa circunstancia extraña, cuando vienen a buscar al alemán. Nos despedimos con un efusivo “shaiser”, y nos reímos. Obviamente los guardias que se lo llevan no saben el por qué nuestra risa.

  Después escucho unos gritos muy fuertes. Con la experiencia vivida en Villa Grimaldi  pienso que están torturando a alguien, pero no es así. Me cuentan que se trata de un pobre hombre, que está medio loco  y cuando lo obligan a ducharse,  grita como si le estuvieran dando una paliza.

  Uno de los muchachos me dice que yo saldré libre muy pronto, pero que ellos tienen para mucho, mucho tiempo;  que por favor les avise a sus familias que están bien y que se encuentran en ese sitio de reclusión. Me dan un número de teléfono y me piden que lo recuerde para cuando salga.

  Como una manera de grabarlo en mi mente jugamos a repetirlo de memoria, pero no lo puedo retener, a los pocos minutos me es imposible recordarlo.  Nos conseguimos entonces de la pieza o celda del lado, con el mismo sistema de chaleco, un pedazo de lápiz  y ellos escriben el número en un pequeño trozo de papel sacado de la Biblia. Yo creo que al momento que salga en libertad voy a ser allanado de modo que guardo ese trozo de papel despegando una guarnición de mi zapato.

  Cuando recuerdo estos pequeños hechos, siento que aún en las peores circunstancia el ser humano puede reír, puede ser solidario, puede amar a su prójimo. ¿No fue un gesto solidario y de amor que nos pasaran un “pucho” desde la celda del lado, ¿o caso no nos reíamos con la broma del “sheiser” del alemán?

Todo esto para mi es hoy un recuerdo dulce y emotivo.

Capítulo XI

SEA LO QUE DIOS QUIERA

(“Con  frecuencia el tiempo cura lo que la razón no ha podido”, Seneca, Agamenón)   

 

     Ha pasado mucho tiempo. Yo creo que ese tiempo ha cicatrizado mis heridas. Ya no hay en  mi miedo, ni odio, ni deseos de venganza para los que me vejaron, me humillaron y causaron un sufrimiento enorme a los míos, a los que más quiero.

Una tarde, cuando el tedio de la prisión nos invadía y estábamos en silencio, un par de guardias abre la puerta de la celda y me llaman. Me llevan a un cuarto donde hay un camarote pegado a la ventana, un escritorio, una radio tocando música clásica y un individuo de delantal blanco, como un médico o paramédico.

  El sujeto me ordena que suba al camarote y mire un punto fijo en el techo.

  ¿Qué pretenderá?, me pregunto.

  El individuo me deja solo, en esas condiciones, escuchando la suave música que proviene de la radio. Contra lo ordenado, mantengo la cabeza inmóvil pero no fijo la vista en un sólo punto del techo como me lo ordenó, sino por el contrario, constantemente nuevo mis ojos de un lado hacia el otro y comienzo a tiritar, yo no sé si de miedo por lo que me pueda pasar, o por que efectivamente ingresa mucho frío desde afuera a través de la ventana, la que esta tapada con una frazada.

  Por primera vez creo que tengo miedo. Ignoro lo que quieren hacer conmigo y qué me va a pasar. No sé en manos de quien estoy, ¿de gente loca, quizás?, ¿van a efectuar un experimento conmigo?, ¿están tratando de hipnotizarme para interrogarme para saber que han dicho los otros prisioneros? No lo sé.

 “El tiempo no tiene tiempo”, escuché alguna vez decir a alguien, refiriéndose a ese concepto aplicado al Universo. Recordé la idea. ¿Cuánto tiempo estuve en esas condiciones que les acabo de describir? No sé.

  Imprevistamente entra el hombre del guardapolvo blanco y me dice que estoy listo (“¿listo para que?”, me pregunto) y añade que me vaya. Un guardia me acompaña y me devuelven a la celda  y al poco rato traen a otros cuatro prisioneros. Con los dos jóvenes miristas somos siete y sólo disponemos de dos camarotes.

  Poco a poco, comenzamos a conversar y alguien toma la iniciativa. Como creemos que vamos a pasar la noche en ese lugar quiere que todos tengamos la oportunidad de descansar en las camas. Y para eso hay que organizar turnos.

  En eso estábamos, cuando nos llaman a los dos muchachos y a mi. Nos llevan a otro lugar. Caminamos por un pasillo hasta el final y los guardias abren una puerta.

  La escena que veo la mantengo nítida en mi mente. Es una pieza enorme, como una sala de clases o como una sala de hospital, alumbrada por una sola ampolleta que cuelga del centro del cielo raso y que dejaba muchos rincones oscuros. En torno a la escasa luz que derrama la ampolleta hay un grupo de gente, vestida en forma andrajosa, con la barba crecida y en la manos, un tarro. Me recuerda los campos de concentración para los judíos instalados por los nazis que he visto en películas sobre la Segunda Guerra Mundial.

  La puerta se cierra detrás de nosotros y uno de ellos se me acerca. “Estamos esperando el rancho”, musita. Se trata de la   comida. Yo hago un gesto expresando que nada puedo decir al respecto, que no sé nada sobre eso.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El hombre se aleja. Se acerca otro y nos pasa una payasa, que es una especie de colchoneta usada por los campesinos chilenos y que en vez de lana u otro material está llena con paja de trigo. Hace años era el colchón de los conscriptos en los regimientos.

  "Cuídenla por que no hay muchas", nos advierte.

  Con mis compañeros comenzamos a pensar cómo hacerlo para dormir esa noche. Uno dice que lo hagamos por turno, otro dice que lo rifemos. En eso estamos cuando nos damos cuenta que en un rincón en la penumbra de la pieza hay un hombre tendido sobre una payasa y que se queja levemente.

  Otro de los prisioneros se da cuenta que estamos poniendo atención en ese hombre tirado en el suelo. "Está medio loco",  nos informa. "Quedó así después de las torturas  que le infringieron".

  Me cuenta a además que ese es el tipo que grita cada vez que lo llevan al baño.

 Seguimos esperando la comida y viendo cómo vamos a dormir los tres en la colchoneta de paja, cuando nuevamente se abre la puerta y todos los que estaban esperando avanzan un paso. Piensan que se trata del "rancho"; pero no, no es la comida. Entra un guardia y me llama por mi nombre. Me presento ante él. Me ordena que lo que lo siga. No se adónde me llevan. Sólo alcanzo a girar la cabeza para ver  a mis compañeros, los jóvenes "miristas" y los veo sonreír. Se  despiden de mi con la mirada. Yo presiento que no los volveré a ver. Y me aprehensión resulta cierta. Nunca más he visto a esos dos muchachos.

  El guardia me conduce a una pieza donde hay cinco o seis personas más. Todos mayores, 50 ó 60 años, como promedio. Nos pasan papel y un lápiz. Nos indican una mesa y nos ordenan que escribamos lo que ellos nos dictaran.

  Empezamos a escribir. Nos dicen que pongamos que no hemos sido torturados ni maltratados. También  nos ordenan que escribamos que no hemos visto ni  sabido de maltrato a persona alguna. Eso es falso. Yo vi gente maltratada, pero acato la orden porque estoy seguro que en ello me va la libertad.

  Un guardia se acerca a mi para ver que estoy escribiendo. Como se da cuenta que lo estoy haciendo sólo con letras mayúsculas me llama soezmente la atención. Me dice que escriba con letra manuscrita y de corrido. No acepta lo que yo le digo: que siempre he escrito de la manera como lo estoy haciendo, así que tomo una nueva hoja de papel y con mucha dificultad voy formando las palabras una detrás de otras, como lo haría un niño que recién está aprendiendo a escribir.

  Una vez que terminamos la "tarea", ocurre algo increíble. Me entregan una lista de todas las cosas que me quitaron al momento de ser allanado en el local de la galería comercial y me las entregan. El documento está encabezado con mi nombre y la palabra "detenido".

  Me dicen que las revise. Así lo hago. Está el dinero, la calculadora de bolsillo que era una máquina muy particular denominada Magiclic y que quizás era una de las primeras que  llegó a Chile, un encendedor, mi cinturón, un anillo de compromiso de oro, un reloj Longines dorado, un llavero metálico con llaves, una corbata azul con lunares rojos que todavía conservo, un sobre que contenía documentos, entre ellos la carta respuesta del Ministerio de Bienes Nacionales en que se decía que ningún organismo del Estado se había apropiado de nuestro local y... la máquina fotográfica que conservaba intacto el rollo y las fotografías que había tomado. No faltaba nada.

  Una esas fotografías aparece al comienzo de este libro.

 

 

 

Capítulo XII

CON LA LIBERTAD AL ALCANCE DE LA MANO

"Por derecho natural todos los hombres nacen libre", Ulpiano)

 

  En ese momento estoy seguro que me dejaran en libertad. Me ordenan que guarde mis cosas y que espere. Observo que los demás están en la misma situación. No me atrevo a conversar con ellos y ellos tampoco conmigo. Permanecemos en silencio. Pero un hombre de cierta edad  se me a acerca y me dice que es del sur, que lo han traído a Santiago en un camión cubierto y que ahora no sabe que hacer, primero por que no conoce a nadie en Santiago y segundo, por que no tiene dinero.

  Con disimulo, meto la mano a mi bolsillo y saco algunos billetes. Se los entrego. El  hombre me agradece con la mirada. Yo pienso ojalá que le alcance para pagar un alojamiento o un pasaje para que retorne a su tierra de donde han sido traído sin motivo alguno.

  Estaba en eso, cuando un guardia nos ordena que caminemos hacia un portón. Yo recuerdo que por ese lugar nos hicieron entrar. La abren y es la libertad que nos espera en una calle larga y oscura, por un lado un gran muro que encierra al campo de prisioneros "Cuatro Alamos" y, por el otro lado sitios eriazos.

  Miro hacia ambos lados. Hacia el lado izquierdo puedo ver una calle por la cual pasan algunos autos y hacia ese lugar me dirijo. Presiento que estamos muy cerca del toque de queda. Son las 11.40 de la noche. Y entonces por primera vez en todos estos días siento miedo de verdad. La pregunta que martillea me mente es: "¿Qué pasa ahora si me detienen y me matan? He firmado un documento en que se dice que he quedado libertad  y otro en que confirmo que se me han entregado todas mis pertenencias. Con esos dos documentos mis captores pueden probar en cualquier tribunal que ellos no han tenido nada que ver con mi muerte".

  Con el miedo en mis talones y en mi mente, camino más y más rápido en medio de la oscuridad hacia la calle iluminada. Casualidad o no, pasa un taxi con su banderilla de "libre" encendida y lo hago parar. Pregunto la hora. No falta mucho para el toque de queda. Eso me pone más nervioso. ¿Es un taxi legítimo o es un vehículo de "ellos" que se me presenta como de casualidad para llevarme con un destino desconocido?

  La inquietud me invade. El miedo hace presa de mi. Está en mi cerebro. También  en mi piel y sólo me deja preguntarle al taxista si el Estadio Nacional está cerca o lejos y él me contesta que está a cierta distancia.

  Con un último esfuerzo le indico la dirección de mi novia y las lágrimas empiezan a caer por mis mejillas. Veo pasar las calles, veo gente caminar por ellas, veo luces, autos y sigo llorando en silencio...; por mi, por mi gente, por los quedaron allá, allá en el infierno de Villa Grimaldi y lloro también por mi país.

  No se que habrá pensado el taxista. Yo tampoco nada le dije, y sin palabra alguna le entrego el valor de la carrera y toco el timbre de la  casa, que ya estaba oscura, se prenden una luz, alguien mira por una ventana, me ven, se enciende toda la casa y salen a la calle mi novia y mis suegros que  en medio de risas y llantos me abrazan, me tocan y me hacen entrar al hogar.

Un rato después, desnudo bajo la ducha, mi cuerpo recibe el agua tibia después de diez días y mientras cae sobre mi cabeza y corre por mi rostro se mezcla con las lágrimas, lloro y lloro...

 

 

 

 

                                         EPILOGO

 

 

  Poco a poco rehice mi vida. No fue fácil. Sentía que no estaba libre del acecho y de la vigilancia de "ellos". ¿Por qué me entregaron el rollo con las fotografías que había captado de nuestro local?, ¿había en ello una maniobra oculta?, ¿qué pretendían?, ¿esperaban descubrir algún complot contra el gobierno?

  Eran preguntas que yo me hacía y a las cuales no podía dar respuesta. Cada vez que salía de mi casa o del trabajo, sentía que me seguían y entonces cambiaba mis hábitos de desplazamiento por la ciudad. Tanto para ir a mi trabajo o volver a mi casa, o ir a la casa de mi novia, elegía distintas rutas y muchas veces me sorprendí mirando por el espejo retrovisor para comprobar si me seguían o no.

  Estuve al borde de la paranoia. Pasados algunos días, tomando múltiples precauciones, saqué el número oculto desde mi zapato e hice la llamada desde un teléfono público a los familiares de los jóvenes miristas  que conocí en "Cuatro Alamos".

  "Habla un amigo"- dije brevemente. "Quiero decirle que  ........ y ........ están en "Cuatro Alamos" y están bien " . Y nada más. No esperé respuesta. Corté. Espero que esa información haya servido de algo.

  Pero con mi amigo de Villa Grimaldi, con ese que dormíamos con nuestros respectivos pies abrazados, no pude cumplir. Un par de veces pasé por la frutería de sus abuelos, o tíos, en Tobalaba; pero no tuve el valor de bajarme y decirles a esas personas que había convivido con su nieto o con su sobrino en Villa Grimaldi. Simplemente tuve miedo.

  Creo que nunca me siguieron,  creo que el caso para "ellos" terminó con mi liberación.

  El 2 de marzo de 1977 el Ministerio del Interior, en una carta firmada por el subsecretario de ese entonces, coronel de aviación Enrique Montero Marx, respondió a nuestros requerimientos.

  En la nota se reconoce que el local había sido ocupado por fuerzas de seguridad y que se había adoptado todas las medidas pertinentes "para restituirlo a sus legítimos dueños que lo han reclamado".

  Esa carta confirma mi hipótesis. "Ellos" habían puesto punto final a mi caso. Cuando hoy, después de 25 año,  me siento frente al computador y escribo este relato, me asiste la seguridad de estar contribuyendo a la verdad de Chile, sin la cual la reconciliación es imposible.

  Nunca pude hablar esto, con tanto detalle, con mi esposa, con mis hijos, con mis padres, con mis hermanos o con mis amigos, pues son muchas las lagrimas que he derramado silenciosamente durante muchas noches.

  En Chile nunca más debe instalarse una dictadura. El daño que hizo el gobierno militar es mucho mayor que cualquier beneficio que se pudiera haber logrado.

  Mi familia, donde hay distintos pensamientos políticos y sociales, piensa lo mismo. Mis amigos más cercanos, igual. Será algo que las Fuerzas Armadas deberán meditar si alguna vez pretenden tomar el control del país, y atacar a una parte de él porque tiene un pensamiento o un sueño diferente al otro sector.

  Y cuando termino de escribir estas líneas se me vuelve nublar la vista. Espero nunca más llorar. Sólo quiero proclamar a los cuatro vientos y a gritos, mi silencio para que esto nunca más vuelva a ocurrir. 

 

                                                                                                                          agosto 2001

 

Sabes 

El geranio ha florecido en mi casa 

Sabes

que cada mañana el amor se levanta

Sabes

Las lágrimas, el tiempo las arrastra

Sabes

depués del invierno nace la primavera

 

Sabes

Ya vuelvo a reír con cualquier cosa

Sabes

Hoy tus recuedos no me estorban

 

 

                                            J.M.Serrat

nota:   en la edicion impresa este documento tiene borrado el nombre

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